viernes, 25 de enero de 2013

El ORIGEN DEL TSEMPAYOMO


EL ORIGEN DEL TSEMPAYOMO[1]


La historia de  un desdichado hombre y la desaparición misteriosa de su esposa en un lejano y recóndito rincón de la región zoque rememoran el nombre de un manantial de Ocotepec, el Tsempayomo.
Cuentan que hace ya muchos años, cuando el actual pueblo de Ocotepec, era tan solo una aldea, vivió entre  los nkubiay (zoques de Ocotepec) un hombre de mediana estatura, piel oscura y mirada seria.  a pesar de su aspecto físico, era muy amable y servicial con todos.  Un día, sin dar explicaciones a sus compañeros ni familiares, eligió vivir con su esposa e hijos en medio de una montaña, justo frente a la recién fundada aldea, en donde abundaban cuevas y simas.
 Cerca de la choza del hombre, un arroyo formado por el sudor  de la montaña, se deslizaba apaciblemente como una serpiente, desde lo alto hasta pasar a  los pies de la aldea zoque.  
         Esta persona sabía hacer muchas cosas, pero  todos ignoraban el origen de tanto conocimiento; pues pensaban se comunicaba con los  aᵰsᵰpt[2] (entes sobrenaturales) y que ellos le enseñaban por las noches   en sueños y visiones. Por eso era muy respetado por todos los demás, y mucha gente frecuentaba su casita llevándoles algunos presentes en agradecimiento de algún favor. Uno de sus inventos fue la elaboración y el uso de la cal. La producía mediante la desintegración de piedras blancas a base de altas temperaturas, para luego utilizarla como adhesivo en la construcción de edificios de piedras.
El señor vivió feliz por mucho tiempo con sus hijos y esposa, pero llegó el momento en que los hijos decidieron casarse, abandonar la montaña y trasladarse a la aldea recién fundada.  El hombre  disimulaba su tristeza realizando sus labores como siempre, hasta envejecer. En sus momentos de descanzo, venían a su memoria  los tiempos en que se ponía a jugar, saltar y reír junto con sus hijos.
Cuando su sensibilidad se veía vencido por los recuerdos y la soledad, este hombre solía visitar a sus hijos y amigos en el pequeño poblado.
Una tarde fría de invierno sintió ganas  de ir a visitar a sus hijos y amigos, sin perder tiempo emprendió su viaje, dejando sola a su esposa en aquella choza solitaria. En menos tiempo de lo acostumbrado llegó a su destino. Visitó a sus hijos y algunos amigos. Al sentirse liberado de la tristeza interior que lo agobiaba y ver que la noche estaba por caer, se dispuso caminar de vuelta a su casa.  A orillas de la aldea se encontró con un grupo de amigos de la infancia, que bebían licor, se saludaron y  le invitaron: “amigo, tómate un traguito con nosotros, para quitar el cansancio”. Aceptó: “bueno, a los amigos no se les desprecia, les aceptaré un bocadito”. Un sorbo bastó para relajarlo y revivir los recuerdos de travesuras de la niñez. Distraídos por platicar los recuerdos de niñez, las horas fueron transcurriendo sin que se dieran cuenta. Cuando el viajero reaccionó, la noche había avanzado demasiado y de pronto sus instintos le obligaron ir en protección de su amada esposa. A pesar de los ruegos de sus amigos, decidió partir.
A cada paso que daba, los malos presentimientos aumentaban; La luna y los animales nocturnos, parecían preocupados por informarle la desgracia que enfrentaría, pero por el estado de ebriedad no podía entenderlos. Cuando por fin llegó a su casa. Notó que algo andaba mal, gritó el nombre de su amada; pero no le respondió. Buscó el candil, lo encendió y repitió el nombre de su esposa, buscándola en los rincones;  No le respondió ni la vio en ningún rincón.
Salió al patio y cuando los gigantescos arboles dejaban pasar la luz de la luna,  trataba de ver a su amada en algún lugar entre los arbustos. Entre  llantos, se preguntaba: “¿en dónde estás mujer, por qué te escondes? ¿Me escuchas, o es que algún espíritu malo o el dueño del encanto te ha llevado?”
Las horas pasaron y los gallos anunciaron la llegada de la mañana. El hombre no había pegado las pestañas ni un instante.  Con el alma destrozada y una desfallecida voz pronunciaba el nombre de su esposa. Sin darse cuenta, arrodillado junto a su cama, se quedó dormido y siguió, incongruentemente, llamando a su mujer. Despertó cuando los rayos del sol iluminaban los últimos rincones de la montaña y los pájaros cantaban y revoloteaban sobre los árboles. Sin embargo, el corazón del hombre  no podía escuchar las melodías de las aves. Su alma estaba destrozada. En vano continuo su búsqueda a orillas del arrollo, en las grietas cercanas y entre los árboles.  Fue a la aldea en busca de ayuda.  Los pobladores se unieron. Entre rezos, danzas y canticos, los ancianos dirigían la búsqueda. Pero no dieron con ella.
 Pasaron los días, las semanas, los meses. El número de voluntarios disminuyó. Los familiares dijeron al hombre que era tiempo de abandonar. Cada día su pesar le minaba el alma; para contrarrestarlo intentaba distraerse en el trabajo.
Pasaron los años y el pobre hizo de la soledad su compañía. Se quedó en su casita en medio de la montaña. Por  las noches, en el sonido del arroyo escuchaba la dulce voz de su esposa.
Un día, cuando regresaba del trabajo, decidió curiosear en un oscuro y tupido bosque. Vio una cosa moverse entre los árboles. Era un objeto blanco, casi transparente, apenas distinguible a mediana distancia. Parecía dirigirse hacia el interior de la montaña. Fija y cautelosamente lo siguió de lejos. Observó que el espectro entraba en una cueva. El hombre ya hipnotizado no pudo detener sus pasos y se introdujo en la grieta. A escasos metros adentro, la sombra se detuvo y también el hombre. ¡Cuán grande fue su sorpresa  al ver la imagen a su esposa!  Su corazón latía por la grata sorpresa, también por el temor a que no fuese real y solamente fuese el ánima de ella. La silueta dijo con voz melodiosa: “jamás te abandoné, siempre he estado cerca de ti”. Al escuchar esas palabras, el hombre sintió que el corazón le salía por la boca, la voz se le atoraba y un escalofrío le cubrió el cuerpo.
La mujer siguió caminando y habló nuevamente: “no te asustes, dime algo sobre nuestros hijos”. En ese momento, el hombre recordó algunos conjuros y los pronunció. Empezó a recobrar fuerzas y cuando estaba a punto de responderle, la mujer se elevó hasta alcanzar la pared; ahí se detuvo y tomó la posición femenil de orinar; transformándose lentamente en una estatua de roca. En su proceso de transformación sus últimas palabras fueron: “estaré  por siempre en este lugar observando a todos mis hijos,  cuando necesites de mí, ven a buscarme”. Luego entres las pierans de esa estatua comenzó a fluir agua cristalina, que al bajar los peldaños de la grieta, producía un sonido débil y constante como el causado al orinar.
Desde entonces, el hombre acudía a la cueva para consolarse de sus penas y escuchar, en el sonido del manantial, la voz de su esposa, a la que hablaba reconstruyendo historias y momentos felices. Pasados algunos años, la muerte visitó al hombre, concebida entre los zoques como un momento en el proceso cíclico. Con la muerte, los hombres pasan a formar parte de seres no materiales.
La noticia de su muerte se supo en todo Kubimô. El relato de su vida quedó ligado al nombre del manantial. El tiempo, que todo lo borra, no ha podido con la historia de aquel hombre. El manantial seguirá proveyendo agua sana a los viajeros sedientos, que al escuchar el sonido de las aguas reviven la historia de la “mujer que quedó orinando”. Así me lo contaron mis ancestros. Así lo cuento yo.


[1]Tsempayomo significa en lengua zoque mujer  orinando.
[2] Aᵰs∅ᵰp∅t son los seres o espíritus sobrenaturales.