EL ORIGEN DEL TSEMPAYOMO[1]
La historia de un desdichado hombre y la desaparición
misteriosa de su esposa en un lejano y recóndito rincón de la región zoque
rememoran el nombre de un manantial de Ocotepec, el Tsempayomo.
Cuentan
que hace ya muchos años, cuando el actual pueblo de Ocotepec, era tan solo una
aldea, vivió entre los nkubiay (zoques
de Ocotepec) un hombre de mediana estatura, piel oscura y mirada seria. a pesar de su aspecto físico, era muy amable
y servicial con todos. Un día, sin dar explicaciones
a sus compañeros ni familiares, eligió vivir con su esposa e hijos en medio de
una montaña, justo frente a la recién fundada aldea, en donde abundaban cuevas
y simas.
Cerca de la choza del hombre, un arroyo formado
por el sudor de la montaña, se deslizaba
apaciblemente como una serpiente, desde lo alto hasta pasar a los pies de la aldea zoque.
Esta
persona sabía hacer muchas cosas, pero todos
ignoraban el origen de tanto conocimiento; pues pensaban se comunicaba con los aᵰs∅ᵰp∅t[2] (entes sobrenaturales) y
que ellos le enseñaban por las noches en sueños y visiones. Por eso era muy
respetado por todos los demás, y mucha gente frecuentaba su casita llevándoles
algunos presentes en agradecimiento de algún favor. Uno de sus inventos fue la
elaboración y el uso de la cal. La producía mediante la desintegración de
piedras blancas a base de altas temperaturas, para luego utilizarla como
adhesivo en la construcción de edificios de piedras.
El
señor vivió feliz por mucho tiempo con sus hijos y esposa, pero llegó el
momento en que los hijos decidieron casarse, abandonar la montaña y trasladarse
a la aldea recién fundada. El hombre disimulaba su tristeza realizando sus labores
como siempre, hasta envejecer. En sus momentos de descanzo, venían a su memoria los tiempos en que se ponía a jugar, saltar y
reír junto con sus hijos.
Cuando
su sensibilidad se veía vencido por los recuerdos y la soledad, este hombre
solía visitar a sus hijos y amigos en el pequeño poblado.
Una
tarde fría de invierno sintió ganas de
ir a visitar a sus hijos y amigos, sin perder tiempo emprendió su viaje,
dejando sola a su esposa en aquella choza solitaria. En menos tiempo de lo
acostumbrado llegó a su destino. Visitó a sus hijos y algunos amigos. Al
sentirse liberado de la tristeza interior que lo agobiaba y ver que la noche
estaba por caer, se dispuso caminar de vuelta a su casa. A orillas de la aldea se encontró con un grupo
de amigos de la infancia, que bebían licor, se saludaron y le invitaron: “amigo, tómate un traguito con
nosotros, para quitar el cansancio”. Aceptó: “bueno, a los amigos no se les
desprecia, les aceptaré un bocadito”. Un sorbo bastó para relajarlo y revivir
los recuerdos de travesuras de la niñez. Distraídos por platicar los recuerdos
de niñez, las horas fueron transcurriendo sin que se dieran cuenta. Cuando el
viajero reaccionó, la noche había avanzado demasiado y de pronto sus instintos
le obligaron ir en protección de su amada esposa. A pesar de los ruegos de sus
amigos, decidió partir.
A
cada paso que daba, los malos presentimientos aumentaban; La luna y los animales
nocturnos, parecían preocupados por informarle la desgracia que enfrentaría,
pero por el estado de ebriedad no podía entenderlos. Cuando por fin llegó a su casa.
Notó que algo andaba mal, gritó el nombre de su amada; pero no le respondió. Buscó
el candil, lo encendió y repitió el nombre de su esposa, buscándola en los
rincones; No le respondió ni la vio en
ningún rincón.
Salió
al patio y cuando los gigantescos arboles dejaban pasar la luz de la luna, trataba de ver a su amada en algún lugar
entre los arbustos. Entre llantos, se
preguntaba: “¿en dónde estás mujer, por qué te escondes? ¿Me escuchas, o es que
algún espíritu malo o el dueño del encanto te ha llevado?”
Las
horas pasaron y los gallos anunciaron la llegada de la mañana. El hombre no
había pegado las pestañas ni un instante.
Con el alma destrozada y una desfallecida voz pronunciaba el nombre de
su esposa. Sin darse cuenta, arrodillado junto a su cama, se quedó dormido y
siguió, incongruentemente, llamando a su mujer. Despertó cuando los rayos del
sol iluminaban los últimos rincones de la montaña y los pájaros cantaban y
revoloteaban sobre los árboles. Sin embargo, el corazón del hombre no podía escuchar las melodías de las aves.
Su alma estaba destrozada. En vano continuo su búsqueda a orillas del arrollo,
en las grietas cercanas y entre los árboles.
Fue a la aldea en busca de ayuda.
Los pobladores se unieron. Entre rezos, danzas y canticos, los ancianos
dirigían la búsqueda. Pero no dieron con ella.
Pasaron los días, las semanas, los meses. El
número de voluntarios disminuyó. Los familiares dijeron al hombre que era
tiempo de abandonar. Cada día su pesar le minaba el alma; para contrarrestarlo
intentaba distraerse en el trabajo.
Pasaron
los años y el pobre hizo de la soledad su compañía. Se quedó en su casita en
medio de la montaña. Por las noches, en
el sonido del arroyo escuchaba la dulce voz de su esposa.
Un
día, cuando regresaba del trabajo, decidió curiosear en un oscuro y tupido
bosque. Vio una cosa moverse entre los árboles. Era un objeto blanco, casi
transparente, apenas distinguible a mediana distancia. Parecía dirigirse hacia
el interior de la montaña. Fija y cautelosamente lo siguió de lejos. Observó
que el espectro entraba en una cueva. El hombre ya hipnotizado no pudo detener
sus pasos y se introdujo en la grieta. A escasos metros adentro, la sombra se
detuvo y también el hombre. ¡Cuán grande fue su sorpresa al ver la imagen a su esposa! Su corazón latía por la grata sorpresa,
también por el temor a que no fuese real y solamente fuese el ánima de ella. La
silueta dijo con voz melodiosa: “jamás te abandoné, siempre he estado cerca de
ti”. Al escuchar esas palabras, el hombre sintió que el corazón le salía por la
boca, la voz se le atoraba y un escalofrío le cubrió el cuerpo.
La
mujer siguió caminando y habló nuevamente: “no te asustes, dime algo sobre
nuestros hijos”. En ese momento, el hombre recordó algunos conjuros y los
pronunció. Empezó a recobrar fuerzas y cuando estaba a punto de responderle, la
mujer se elevó hasta alcanzar la pared; ahí se detuvo y tomó la posición
femenil de orinar; transformándose lentamente en una estatua de roca. En su
proceso de transformación sus últimas palabras fueron: “estaré por siempre en este lugar observando a todos
mis hijos, cuando necesites de mí, ven a
buscarme”. Luego entres las pierans de esa estatua comenzó a fluir agua
cristalina, que al bajar los peldaños de la grieta, producía un sonido débil y
constante como el causado al orinar.
Desde
entonces, el hombre acudía a la cueva para consolarse de sus penas y escuchar,
en el sonido del manantial, la voz de su esposa, a la que hablaba
reconstruyendo historias y momentos felices. Pasados algunos años, la muerte
visitó al hombre, concebida entre los zoques como un momento en el proceso
cíclico. Con la muerte, los hombres pasan a formar parte de seres no
materiales.
La
noticia de su muerte se supo en todo Kubimô. El relato de su vida quedó ligado
al nombre del manantial. El tiempo, que todo lo borra, no ha podido con la
historia de aquel hombre. El manantial seguirá proveyendo agua sana a los
viajeros sedientos, que al escuchar el sonido de las aguas reviven la historia
de la “mujer que quedó orinando”. Así me lo contaron mis ancestros. Así lo
cuento yo.
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